El próximo 21 de diciembre es el solsticio de invierno. Es el día más corto del año, por lo tanto, el de más oscuridad. A partir de ese día la luz comienza a crecer. La nieve cubre con su manto blanco las semillas plantadas en otoño para que poco a poco se nutran y mantengan la humedad que necesitan para germinar.
En el otoño cayeron las hojas y forman parte de la tierra que con el agua luego sirve de abono para el reciclaje de la materia orgánica. Ese manto blanco es la garantía de que los acuíferos permanezcan llenos de agua, los lagos y ríos continúen llevando el líquido elemento que es la base de toda vida en La Tierra. De la misma forma, nosotros nos cubrimos de oscuridad para que brote lo nuevo a partir de la muerte de lo que ya no es útil.
De esta forma la transformación es posible. Muere lo viejo para que puedan germinar las nuevas ideas. Vida y muerte, renovación. La oscuridad que da paso a la luz. El invierno nos invita a estar en la intimidad, recogidos, para que volvamos nuestra mirada al interior, a la meditación, a la reflexión, para tratar que las semillas que se encuentran en nuestro interior broten y vean la luz.
Es una época ideal porque la energía está disponible para eso. Lo que ocurre es que estamos desconectados de los ciclos de la vida y en lugar de aprovecharlo vamos contra corriente. Nos empeñamos en querer ser quienes impongan estos ciclos y no comprendemos que somos insignificantes, un grano de arena en un inmenso desierto.
Las semillas duermen en nuestro interior esperando que les demos la oportunidad de brotar a la vida. Pero hay que dejar ir viejas creencias que son las piedras que hay en el terreno para que las nuevas plantas puedan acabar brotando libremente. Abrazar nuestra sombra, hablar a la muerte cara a cara porque eso supone liberar nuestros miedos.
Una muerte anunciada desde el mismo día en que nacimos, porque lo hicimos para deshacernos de cargas que habíamos acumulado en otras existencias y hacer florecer la consciencia. Conectar con la inteligencia que produce los ciclos que hacen posible la vida.
Nos creemos superiores a los animales y las plantas porque somos más inteligentes, y es por esta misma razón por la que no lo somos. Continuamente nos están dando lecciones, demostrándonos el camino para una vida más armoniosa, viviendo conforme a sus ciclos, y lo que hacemos es ir siempre en contra de ellos. Por eso empleamos mucho esfuerzo, todo es sufrimiento y trabajo.
La vida tiene sus ciclos, sus reglas. Nos empeñamos en querer ser quienes impongan estos ciclos y no comprendemos que somos insignificantes, un grano de arena en un inmenso desierto.
Es cierto que tenemos la capacidad de crear que no tienen los animales o las plantas, pero debemos antes vivir conforme a los ciclos de la vida, para no tener que nadar en contra de la corriente. Alterar sus ciclos es alterar nuestros propios ciclos, y eso es lo que nos separa de la vida misma. Estamos en una época en la que ya no podemos esperar más, debemos rendirnos a la evidencia y reconocer que somos parte de la vida.